Es probable que la expresión «dañado ayuntamiento» resulte extraña para la mayoría de los lectores, incluidos los que tienen formación jurídica. No fue así durante un largo período de nuestra época republicana; con orígenes en el castellano antiguo de las Siete Partidas -el cuerpo de leyes del rey Alfonso X el Sabio-, fue recogida por Andrés Bello en el Código Civil chileno de 1855. En este se denominó «hijos de dañado ayuntamiento» a los que provenían de uniones sexuales consideradas delictivas; concretamente, los que nacían como consecuencia de un adulterio, de un incesto o de un sacrilegio. Se hablaba, entonces, de hijos adulterinos, hijos incestuosos e hijos sacrílegos; estos últimos eran los nacidos de sacerdotes o religiosos que habían infringido su compromiso o voto de castidad. Los hijos de dañado ayuntamiento tenían menos derechos que los hijos ilegítimos, porque no podían ser reconocidos ni por su madre ni por su padre. Podía decirse que eran hijos sin padres.
Después de un largo período de críticas, en 1935 la categoría de hijos de dañado ayuntamiento fue suprimida. Mucho después, en 1998, se aprobó en el Congreso la llamada «Ley de filiación», que fue más allá y eliminó la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos, y consagró como principio general que «la ley considera iguales a todos los hijos».
Sorprende que a casi un siglo de la eliminación de la infamante calidad de hijos de dañado ayuntamiento se proponga ahora como uno de los supuestos en los que se permitiría el aborto el hecho de que la criatura en gestación sea «el resultado de una violación». Nuevamente la naturaleza criminal de las relaciones sexuales a través de las cuales se engendra un hijo o hija es presentada como una razón legal para privarlo de derechos y dejarlo en una situación de inferioridad legal respecto de sus congéneres.
Resulta más que curioso que quienes hasta hace poco abogaban por la igualdad absoluta de todos los hijos, estén hoy propiciando el retorno de una discriminación que creíamos definitivamente erradicada de nuestro ordenamiento jurídico. La presidenta del Senado, Isabel Allende, por ejemplo, apoya el aborto en caso de violación pese a que fue firme partidaria de la aprobación del proyecto de ley que suprimió la diferencia entre hijos legítimos e ilegítimos; tanto como para decir -como quedó constancia en actas- que dicho proyecto «por fin, después de tantos años de larga tramitación, logra terminar efectivamente con dicha discriminación contra aquellos que son absolutamente inocentes respecto de la conducta de sus padres».
Absolutamente inocente de la conducta del violador es el niño concebido como producto del atentado a la libertad sexual de su madre. Sin embargo, ahora se pretende consagrar una discriminación mucho más grave que la que sufrieron los antiguos hijos de dañado ayuntamiento. A estos se les negaban derechos como a alimentos congruos o a la herencia, pero al nuevo hijo de dañado ayuntamiento -al concebido en violación- se le estará privando del más básico de todos los derechos, el de vivir. A los antiguos, sus padres no podían reconocerlos; al nuevo, su madre podrá sentenciarlo a muerte sin siquiera denunciar la violación como delito y dejando la constatación de los hechos a un enigmático y nebuloso «equipo de salud».
No cabe duda de que debe haber apoyo y protección para la mujer, adolescente o adulta, que resulta embarazada por violencia o abuso sexual, y en esto deberían centrarse los esfuerzos de las políticas públicas. Pero las culpas del violador no deben ser expiadas por un niño o una niña que no pidió venir a la existencia en tales circunstancias.
Legalizar la autorización de su muerte in utero es de una injusticia despiadada, además de un retroceso legal que, de llegar a aprobarse, implicará el resurgimiento de la marginación de los hijos en razón de su origen.
Quienes hasta hace poco abogaban por la igualdad absoluta de todos los hijos, están hoy propiciando el retorno de una discriminación que creíamos definitivamente erradicada.
Hernán Corral T
Fuente: El Mercurio