El 10 de diciembre de 2014 nació mi hijo José. Cuando teníamos 15 semanas de embarazo se le diagnosticó encefalocefeoccipital y onfalocele gigante, lo que produjo que al nacer tuviera parte del cerebelo fuera del cráneo, una hidrocefalia muy severa, enfermedad de Chiari tipo III, la totalidad de su hígado fuera de la cavidad abdominal, entre varias otras complicaciones. Vivió 17 días.
Fue un embarazo muy difícil, los días de UCI Neonatología también, y peor aún ha sido aprender a vivir sin él. Tengo el corazón roto, pero agradezco cada minuto de esas 36 semanas de gestación y de los 17 días que siguieron.
Desde que supimos de sus malformaciones sentí una gran necesidad de conectarme con él y aprovecharlo, porque cada segundo de su vida era valioso. Lo sentía tan vivo, que yo también me llené de vida, de fuerza, de alegría y de amor. José me hizo feliz en ese profundo dolor.
Me siento afortunada de haber conocido un amor diferente, que no espera reciprocidad. A mi amor no le importaba que no pudiera conocer a mi hijo, que naciera y luego muriera, que nunca pudiera mirarme a los ojos o decirme «mamá», o que ni siquiera tuviera conciencia de que yo estaba ahí. Aun así yo lo quería y lo sigo queriendo.
Puede sonar ridículo para algunos, pero me parece ilógico que el amor y la experiencia de la maternidad no formen parte de la discusión actual.
En mi caso, mi hijo me enseñó a entregarme y confiar de una manera que no creía posible en estos tiempos en que todos queremos tener el control y nunca sufrir. Me salvó de mí misma, me liberó de las culpas absurdas por querer ser perfecta y controlarlo todo (impuestas por mí, pero también por una sociedad patriarcal que a veces está equivocada en lo que espera de sus hijas, madres, esposas y trabajadoras), y por eso me hizo una mejor persona y madre. Hoy me relaciono con mi primera hija de una nueva forma muchísimo más rica, gracias a él.
No querría una guagua sana en vez de a él, ni volvería el tiempo atrás para que no existiera; él es mi hijo, mi regalo maravilloso y yo soy su mamá.
Luego del parto, José estuvo en mis brazos por varias horas ya que todo indicaba que fallecería en ese momento. Fueron instantes de gozo tremendo en que no pensaba en lo duro que fue el embarazo ni en lo incierto del futuro, sino en darle amor mientras viviera y en la enorme suerte de poder estar abrazándolo. Ahí comprendí que existen vidas más largas y vidas más cortas, que el sufrimiento es parte de nuestra existencia y que no siempre hay que buscar evitarlo, especialmente si se trata de un hijo que tendrá una vida de menor duración, pero no por eso menos digna ni menos valiosa.
Invito con humildad a nuestros legisladores a escuchar los testimonios de mujeres que han pasado por experiencias como esta, pero principalmente quiero llamar a todas las mujeres que estén viviendo un embarazo de este tipo a que, con o sin ley, dejen a sus hijos nacer. Hagámoslo en primer lugar por ellos, pero también por nosotras. Démonos la oportunidad de conocer el poder transformador de esa maternidad dolorosa, cuya experiencia liberadora y de enorme aprendizaje nos cambiará para convertirnos en personas generadoras de amor. ¡No se arrepentirán!
Trinidad Santa María Highet
Fuente: El Mercurio