«Es posible que legalizar el aborto produzca pocos cambios en relación con la clandestina realidad que hoy podría existir. No lo creo, pero estoy dispuesto a aceptar que podría ser así…»
Hace no muchos años, el Estado chileno adoptó, con un acuerdo muy transversal y aplaudido mayoritariamente, la resolución de abolir la pena de muerte. Con nobleza y gran altura de miras, se había impuesto la tesis de que ni la soberanía del Estado podía arrogarse el derecho a disponer de una vida humana, por muy monstruosas que fueran las circunstancias que podrían justificarlo.
Eran otros tiempos y otras las personas que tenían en sus manos convertir en leyes esas convicciones, de modo que hoy ese Estado sin derecho a disponer de la vida humana está a punto de otorgar derechos de ejecución a ciertos profesionales que, habiendo jurado solemnemente ser defensores irrestrictos de la vida, se podrían convertir en ministros de la muerte para seres humanos inmaculadamente inocentes.
No pretendo afirmar que todos los partidarios de legitimar el aborto en determinados casos sean personas perversas o inmorales. Comprendo perfectamente que alguien que cree que el universo es solo un inmenso mecanismo regido por inmutables leyes físicas y químicas estime que el alma y su conciencia no pasan de ser un fenómeno fisicoquímico más. Si no existe trascendencia, la ética se reduce a la búsqueda del bien común, aquí y ahora. Y en esa especie de epicureísmo, que puede ser muy noble, siempre es posible llegar a pensar que hay seres humanos que, desde el punto de vista del bien común, están mejor muertos que vivos. Todo lo que señalo es que, con esa misma ética del bien común, no solo el hijo indeseado es un cadáver conveniente, sino que también los del asesino, el delincuente habitual o el terrorista, y ello para no apuntar a lo absurdo de un Estado que les otorga a otros el derecho de ejecución que se ha negado a sí mismo.
Pero ocurre que habemos muchos que creemos en un universo trascendente y, como consecuencia, en una existencia después de la vida que conocemos. Y para quienes así pensamos y sentimos, esa creencia se traduce en una ética distinta de la relativista del simple bien común y en la que el «no matarás» es un mandato y no una opción. Para quienes nos acompañan en esa concepción trascendente del universo y del papel en él del ser humano, no debería ser posible autorizar a un profesional a disponer de la vida de un semejante mas allá del caso en que esa vida implique, inexorablemente, la muerte de otro ser humano. Y, como creo que quienes así vemos las cosas somos una amplísima mayoría a nivel mundial y nacional, tenemos derecho a que se respete irrestrictamente la vida en un Estado que no nos obligue a desacatar sus leyes por ser incompatibles con las leyes eternas e inmutables que definen el objeto mismo de la existencia humana.
Es posible que legalizar el aborto produzca pocos cambios en relación con la clandestina realidad que hoy podría existir. No lo creo, pero estoy dispuesto a aceptar que podría ser así. Pero los efectos éticos estoy seguro que serían devastadores, porque esa legalización adormecería muchas conciencias propensas a pensar que lo que es legal es siempre correcto.
También estoy dispuesto a aceptar que puede haber una diferencia de tiempo entre el momento de la fecundación y ese otro en que el embrión se transforma en ser humano. Pero asumo que no sabemos si es así y no creo que exista poder alguno que sea capaz de determinarlo. En cambio, sí existe evidencia científica suficiente para desechar esa aberrante teoría de que la humanidad solo llega con el parto y que lo que antes había en el vientre materno era solo un animalito sin alma.
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