Desde la abolición de la esclavitud, todos los humanos habíamos gozado del reconocimiento de unos derechos y se nos habían exigido los correspondientes deberes. Con la legalización de las diversas formas de aborto, eso ha cambiado: en esta nueva etapa de la historia los fetos son los primeros sujetos a los que no se les reconoce derecho alguno. Son cosas, igual que los esclavos, y aunque resulte insólito, son cosas con deberes: es su obligación haber sido engendrados sin violencia, deben asegurarles a sus mayores que van a lograr sobrevivir y, finalmente, deben dar garantías de que no pondrán en riesgo vital a los cuerpos habitualmente fuertes y maduros de quienes los cobijan.
¿No será mucho pedir a unas pocas células, a unos embriones que se mueven entre los milímetros y los centímetros? ¿No será un acto de injusticia supina exigirles todo aquello que poco después -nueve, siete, tres meses apenas- jamás se osaría pedirles una vez ya nacidos?
Frente a ellos -en una disparidad que deja chicas las desigualdades entre patrón y obrero o entre posdoctorado y analfabeto- se encuentran quienes solo claman por sus propios derechos: son los ya nacidos partidarios del aborto, esos beneficiarios de la existencia que se arrogan la condición de jueces únicos ante esas molestas cosas, los fetos, que, de paso, les recuerdan su propia pequeñez inicial.
¿Y si esas cosas logran sortear la mano abortista? ¿Y si esas cosas llegan a nacer? ¿Adquieren entonces y solo en ese momento la condición de iguales? Han sostenido algunos que hay que probar que el no nacido pertenece a la comunidad moral de los humanos. No. El peso de la prueba recae sobre quienes sostienen que los fetos son cosas con deberes, no personas con derechos. Exige que expliquen por qué llaman «día después» al siguiente de la fecundación, cuando en realidad sostienen que nada especial ha pasado. Exige que justifiquen por qué aceptan las expresiones «está embarazada» e «interrupción del embarazo» si no ha habido cambio sustancial alguno en el cuerpo de la mujer. Exige que nos digan por qué validan el concepto «quedó esperando» si no ha comenzado a correr plazo alguno. Incluso, que intenten explicar cómo cuentan las semanas dentro de las que permiten los más crudos abortos, si estiman que en realidad no ha pasado nada nuevo.
Los abortistas del mundo tienen una deuda intelectual simple y primaria. La tienen con los 40 millones de seres abortados cada año y la tienen con los miles de millones de humanos vivos, y es esta: ¿qué acto exterior al propio feto le otorgaría la calidad de persona en la semana no sé cuánto? Porque si no es exterior, está claro que viene con él, que le fue dada esa condición desde el primer momento.
En Chile, el proyecto abortista toma, además, un carácter especialmente grotesco. El mismo gobierno que dice combatir la segregación no trepida en proponer su práctica con los más débiles. El mismo gobierno que se lamenta de la escasa inclusión de los pobres les exige a los más indefensos que presenten certificados de diversas riquezas. El mismo gobierno que cacarea la gratuidad pide que se pague muy caro -con la propia vida- el crimen de haber comenzado a existir en condiciones no planificadas.
Las consecuencias para los vivos podrían ser, también, muy dramáticas. Porque no se entenderá qué razones habría para ayudar a aquellos discapacitados que serían inviables sin la generosidad social; ni para auxiliar al herido grave que a nuestro lado agoniza a raíz del violento choque causado por un tercero criminal. ¿Estará por cumplirse la profecía de Julián Marías?: «Dentro de poco tiempo, una oleada de vergüenza histórica invadirá a los hombres».
Gonzalo Rojas